He observado que entran lectores que no son de la profesión médica y por eso deseo cargar el texto que publique en la revista del colegio de médicos para dar acceso al mismo y también par mis coR los R1.
“Demasiado ruido”
“Porque hay otra cosa que también llaman hombre, y es sujeto de no pocas divagaciones más o menos científicas. Y es el bípedo implume de la leyenda…el contratante social de Rosseau, el homo oeconomicus de los manchesterianos, el homo sapiens de Linneo…El nuestro es otro , el de carne y hueso; yo, tú”…. M. Unamuno
Cecilia Guillén Montiel
El inicio de los acontecimientos fue el codazo intercostal de mi marido a las 7 de la mañana y el ruido del teléfono en el comedor. Me levanté apresurada al escuchar la frase “a ver si le ha pasado algo a mi madre”. Hacía viento y se apreciaban muy pocos destellos solares por las rendijas de las ventanas. El día amanecía nuboso y gris, raro para estas latitudes; apenas se perfilaban los muebles y mi pierna tropezó sin querer con la mesa baja del salón. Me disgustó tener que salir de la cama teniendo un teléfono pegado a mi oreja. No entiendo cómo es posible que, a pesar de que en occidente casi todos los bípedos implumes vivimos adheridos a ese nuevo apéndice, el teléfono móvil, el mío, descansara silenciosamente sobre mi mesilla, mientras yo dolorida y soñolienta me frotaba la pantorrilla.
La llamada la hacía mi asistenta: tenía lumbago y no iba a venir en toda la semana .Desde bien temprano se instaló en mí una conocida sensación de prisa y agobio. Era lunes y ese sábado no habíamos hecho compra, así que, al salir del trabajo, tendría que correr si quería pasar por el supermercado antes de la comida. Además, me tocaban las urgencias en el Centro de Salud.
Las premoniciones siempre se cumplen: era un día constrictivo; las continuas pseudo-urgencias administrativas, las interrupciones reiteradas, la mayoría sin sentido, y esas palabras innecesarias de la reunión de equipo al final de la jornada se agolpaban en mi cabeza como las luces de un flash pulsátil.
La impresión de cumplida desidia se había ido incrementando a medida que pasaban las horas de mi actividad cotidiana. Esto, unido a la perspectiva de ocupar la tarde con tediosas faenas domésticas, impedía que me centrara con los tres informes seleccionados de alta que barajaba entre mis manos.
La casa del aviso estaba en el Rabaloche, un barrio periférico de la ciudad, con zonas de exclusión social, donde no me gustaba dejar el coche; encima, sólo había encontrado un aparcamiento en una calle estrecha. Seguro que me lo rozaban. El maletín de urgencias pesaba un quintal y el piso no tenía ascensor. Parecía que el tiempo se hubiera puesto de acuerdo con mi estado de ánimo; el ambiente estaba ceniciento y la lluvia, raramente copiosa en la ciudad de Orihuela, había dejado una luz mortecina que no iluminaba la estancia.
Apoyada en el canto de la puerta de la habitación de la paciente, me costaba bastante leer el encabezamiento de las historias clínicas correspondientes a distintos ingresos. Componían un abultado montón de páginas del que extraje las que interesaban. No se cómo se apañan, que siempre sacan “la enciclopedia”. Mezclados con los papeles de ella, había cuatro informes del marido fallecido.
Hacía menos de quince minutos, cuando bajaba por las escaleras del Centro de Salud, deseaba que la baja de mi asistenta no fuera muy larga. Me dije: “ al final, hoy, me da tiempo a preparar la comida”, ya que, por la reunión, las agendas de citas se habían acortado. Nunca he sido una buena ama de casa ni lo he pretendido. Sin ser vaga, vivo esa tarea como una pesada carga, reiterada y anodina, porque nunca la he aceptado como propia. No me explico de qué pasta estaba hecha mi madre para abordar con tanta serenidad y alegría una casa en la que convivían once personas.
El aviso que encontré en el casillero me cayó peor que una jarra de agua fría. Y para colmo, la enferma no era de mi cupo: el compañero había iniciado sus vacaciones el viernes anterior. Evalué el motivo expuesto en la consulta telefónica por el familiar y la visita domiciliaria no era demorable.
A estas alturas, ya no me sirve de consuelo imaginar a estos gestores, que reducen las sustituciones pero nunca “la calidad de la asistencia prestada”, en algunas situaciones de máxima presión que uno vive en su ejercicio diario. Sobre todo, estas últimas semanas de guardia, con la epidemia de gripe en todo su apogeo y una media de urgencia de 170 pacientes, en horario de 15 de la tarde a 8 de la mañana, en días laborables. En estos periodos deseo más que nunca tener 25 años menos. Ya me decía mi tía Fina: “Tú debes ser profesora, como todos tus hermanos. Se vive bien…” ¡Cómo me quería!
Al abrir la puerta, la hija dijo las palabras esperadas: “¿Es que no viene Don José? Mi madre se va a llevar un disgusto; no se encuentra nada bien”. Creo que de alguna manera la sucesión de hechos molestos contribuyó a que estas palabras hicieran mella en mi inconsciente y me sintiera por unos momentos más distante. Yo sabía por experiencia la causa: la confianza y la continuidad de asistencia son pilares fundamentales en la medicina general. Que fuera yo y no “Don José” quien iba a atenderla se debía exclusivamente a cuestiones de organización del centro de salud .Pero las cosas son así. Qué diferencia de recibimiento en el aviso del jueves de un enfermo terminal de mi cupo con un cáncer de boca y metástasis óseas. Las palabras dirigidas por su hermana en la entrada “gracias que ha venido, mi hermano la está esperando” eran de bienvenida. Si hubiera aparecido otro facultativo, la respuesta familiar habría sido la misma que ahora me ofrecían a mí; no es nada personal.
De pie en la esquina de esa habitación, guardando la distancia, ciega y poseída por mis problemas irrelevantes, tenía muy claro el motivo que había suscitado la demanda asistencial de la hija de la enferma. Su madre, una paciente terminal con un melanoma diseminado, tenía más dolor; el tramadol, opiáceo menor, ya no le aliviaba. Mi función estaba clara: intentar reducir su dolor y aumentar el confort de la paciente.
Yo quería concretar en unos instantes el plan terapéutico, valorar qué nivel de analgesia previo llevaba, qué opioide estaba indicado, la posología, la medicación coadyuvante, puesto que tenía un cáncer con metástasis ósea y por supuesto no debía omitir la medicación para evitar los efectos secundarios. Tenía que centrarme en el protocolo y que no se me olvidara nada. Explicarles al enfermo y a sus familiares, sin asustarles, los posibles efectos secundarios de la medicación y prevenir los mismos es fundamental.
Yo sabía, por propia experiencia, que los síntomas desagradables secundarios a algunos fármacos son el motivo más frecuente para que los dejen de tomar. Refugiada en aquel rincón y en mis conocimientos, e investida de ciencia, barajaba alternativas sin apenas abrir la boca para comunicarme con la paciente; ese control sobre lo habitual relajaba mi ánimo.
Aprecié en la hija una expresión de cansancio y miedo. Contaba con que ella no comenzara con la cantinela de los mitos sobre la morfina: que si es mala, que su madre no estaba tan mal… Pensé que su experiencia anterior de cuidados de un enfermo terminal, su padre, me podría ayudar para que ella colaborara con la pauta de opiáceos. Había leído entre la amalgama de registros clínicos que su padre había muerto de cáncer de pulmón. No advertí que, probablemente, su actitud de miedo se debía a que sufría más porque intuía lo que le esperaba.
En los informes de alta revisados no le habían retirado los hipolipemiantes, ni los vasodilatadores; ¿ cómo iba a reaccionar la familia si le quitaba los fármacos?, ¿cómo iba a decirle, sin herir a la paciente, que esa medicación ahora ya no tenía sentido…? Dudaba de si demorar esta decisión hasta que volviera su médico ¿Qué confianza iba a tener la paciente en un médico nuevo que no conocía? Cuántas veces he oído decir: “¡Vamos!, me quiere quitar el fármaco que me ha puesto mi neurólogo”. Además, ¿quién me aseguraba que el tratamiento que yo iba a prescribir se le mantendría?. El reparto de los avisos de los compañeros ausentes depende de si te toca, ese día, urgencias. Esto genera incertidumbre y dificultad para la adherencia terapéutica de muchos enfermos. Si hasta yo lo digo en relación al tratamiento y seguimiento por los especialistas: “menudo lío, cada vez uno distinto”.
Tantos contratiempos me estaban agobiando: si hubiera sido un paciente mío, mis intenciones y la relación previa me habrían facilitado todo. La aceptación de los consejos llevaría a la resolución del problema de forma rápida y efectiva. Pero tenía la sensación de que en cuanto comenzara a exponer el plan terapéutico iban a surgir pegas. Cuando empiezo a rumiar las decisiones terapéuticas y una sensación de incomodidad invade mi espacio, es que algo va mal; algunos lo llaman instinto: yo creo que es un conjunto de percepciones inconscientes. Como cuando entra un paciente por la puerta y antes de sentarse piensas: “Este no me gusta”.
Hay momentos en que, a pesar de las tareas imprescindibles, de ruidos y penumbra vacua de unos pequeños problemas familiares, el recuerdo da una luz de entendimiento a nuestros ojos y la realidad inconsciente percibida nos sitúa en su verdadera dimensión. Levanté la vista y entre las mantas se vislumbraba una anciana pequeña, con tez blanca, miembros delgados y ojos claros. Parecía un personaje de las novelas policíacas victorianas que tanto me gustan. Entre su piel nívea, de un blancor excesivo, probablemente acentuado por la falta de exposición al sol durante los meses que la enfermedad la mantenía recluida en su domicilio, destacaban sobre todo unos ojos azules pequeños y tristes. Me vino un pensamiento errático: lo que para mí era una desventaja, su tipo de piel, elemento crucial para el desarrollo de su enfermedad, para algunos habitantes de estos pueblos de la Vega Baja, no hace tanto tiempo, era considerado un signo de distinción, de pertenencia a una clase más alta. Siempre que veo un tipo de piel parecida en un enfermo de la zona, me viene la frase de mi profesor de dermatología: “Este tipo de pieles no son autóctonas del lugar; deben ser descendientes de una hueste vikinga del norte de Europa. Tened mucho cuidado con los agricultores y sus mujeres: su piel es tierra fértil para melanomas, queratosis actínica y tumores epidermoides”. Más de una vez comprobé la veracidad de sus palabras, pues estuve trabajando durante 10 años en un pueblo agrícola donde la exposición al sol era diaria y excedía del mes habitual de playa, que alguna de esa gente nunca había disfrutado.
Instintivamente, completé la imagen física de todo su cuerpo y además tracé en mi conciencia las líneas que verdaderamente importan. Es increíble cómo nos sustraemos a la realidad que nos rodea por cosas ajenas a lo que en ese momento acontece, cómo se clarifican las cosas con una sola mirada atenta que desemboca en una serie de actuaciones instintivas y coherentes con el contexto clínico. En términos de la psicología de Gestalt (aunque no siempre), diríamos que la realidad exterior tiende a sugerirnos la figura si estamos atentos para valorarla ,le ponemos pronto el fondo (contexto, horizonte, marco teórico).
Ninguno somos un libro de reflexión meramente racional, todas nuestras actuaciones son subjetivas. En algún sitio he leído una cita que refleja claramente esta idea, dice: “en las venas del sujeto conocedor que construyeron Locke, Hume y el mismo Kant no corre verdadera sangre”. Los médicos no somos robots, sino hombres y mujeres, con nuestra vida y contradicciones y debemos aprender a escuchar nuestras emociones, y aminorar lo más rápido posible las emociones negativas, que nos impiden ponderar los escenarios clínicos para obtener el mayor beneficio para el paciente.
Reseteé mi pensamiento, recuperando aquello que por un hiato pueril se había deslizado de mi quehacer habitual y que debía haber guiado mi ejercicio desde el primer instante. No soy una persona afectiva y detesto la exageración de emociones con respecto a algo que es ajeno; pienso que mostrar unos sentimientos falsos es una burla y denota inconsciencia, pues existe siempre una distancia entre el sufrimiento del paciente y su familia y nuestras sensaciones. Pero el hecho de que no fuera paciente de mi cupo, conocida, no era óbice para ese distanciamiento y falta de empatía.
Sentada en el borde de la cama, tomé su mano y volví a ser médico, no medicina, y me dispuse a tratar a Dolores, no a un paciente. Antes, de forma mecánica, recité en silencio una oración infantil, con la cadencia de una nana, como si fuera un mantra. En muchas ocasiones, determinadas palabras o gestos nos tranquilizan.
La pérdida de peso, junto con la anorexia, condicionaban una imagen de debilidad extrema. Esto, unido a su mirada agradecida, me evocaba los últimos días de mi madre. Una cree que es capaz de aprehender todos los sentimientos de los demás por haber sufrido una experiencia parecida, por haber visto estas situaciones otras veces o simplemente por haber sentido dolor. Sólo vemos las excoriaciones en la piel ajena. De esto habla un verso de un poeta conocido que dice “lo que conoces de mí es tan poco…Lo que conoces es la tristeza de mi casa vista por fuera”. El ser humano es como la punta de un iceberg. Rico, complejo, enorme, sólo muestra una parte mínima de sí mismo. ¡Qué poco damos a conocer de nosotros mismos y cuánto se nos escapa de los demás!
Pero a lo largo de la vida siempre encontramos imágenes evocadoras que el tiempo y el cariño han desvestido de sombras y angustia, y proyectan, en su bondad, una luz tierna y cálida. Ella me recordaba a mi madre.
En ese momento, mirando a Dolores, tan frágil, entendí cómo era posible la belleza que irradiaba el cuerpo de mi madre, tan ajado por la vejez, los múltiples embarazos y el cáncer de esófago. Esa perfección que apreciábamos todos los de su alrededor, esa hermosura que solo emana de una bondad inmensa y una paz insondable. Desde pequeña me sorprendía la gente que tenía ídolos de carne, y en la adolescencia llegué a considerar una falta de fuerza y personalidad ese tipo de adoración. Pero, en la madurez, al examinar la trayectoria vital de mi madre, siempre entregada a los demás, cambió mi concepto sobre la admiración. La enfermedad que deshojó su cuerpo jamás arañó sus profundas raíces; fue aceptando los cambios que en ella se operaron (mastectomía, colectomía, fundas esofágicas…) con la misma paz y serenidad con las que había afrontado todas las situaciones prósperas y adversas de su vida. Hoy admito que hay personas muy grandes. Ella fue un baluarte que siempre estaba cuando la necesitábamos y en la que todos nos apoyábamos.
Durante mi ejercicio profesional, cuando en la consulta no obtenía un resultado adecuado con un paciente, no me consolaba la búsqueda de la evidencia clínica para evaluar si mi actuación se ajustaba a lo idóneo, sino las palabras de mi madre: “tu has hecho lo que has podido”… y yo volvía a mi día a día reconfortada; afrontaba nuevos problemas, con la paz y la seguridad que ella me transmitía. Aún me dicen mis pacientes qué guapa y buena era.
Yo sabía poco de la vida y persona que tenía cogida de la mano, de sus necesidades físicas, psíquicas o espirituales, de sus expectativas y las de su entorno. Hay muchos dolores que no son físicos. Sentí, sin embargo, que la mirada de la hija era reflejo de mi mirada, de esa mirada que dirigía impotente hacia mi madre en sus últimos días. Qué podía hacer sino acompañar.
El rostro de Dolores era de dolor contenido, la frente fruncida y los ojos entornados, la cabeza descansaba ladeada sobre la almohada y el habla en tono bajo y lenta, casi escandida –“doctora, la ciática no me deja moverme y mi hija tiene que atender a su familia y no puede estar pendiente de mí todo el día. Déme algún medicamento que me quite el dolor y pueda al menos valerme para ir al aseo… Don José, me dio hace un mes unas pastillicas muy buenas, siempre acierta conmigo, pero se ve que mi cuerpo se ha acostumbrado “.
Tenía metástasis óseas en la cuarta y quinta vértebra lumbar y también en la cadera. La mayor preocupación de la paciente era la movilidad, pues ella era una persona humilde, que toda la vida había trabajado en el campo, y no podía permitirse más ayuda.
Tras realizar una historia adecuada, sin prisas, y explicar, de la manera más sencilla que podía, el plan terapéutico, abrí la posibilidad de seguir su tratamiento hasta que volviera su médico de vacaciones. Advertí a su hija de que, si empeoraba, consultara conmigo para ajustar la medicación. Si fuera preciso, por la necesidad de técnicas más específicas se podría avisar desde el centro de salud a hospitalización domiciliaria…
De nuevo en mi casa, con la comida y el resto de tareas realizadas, mientras mi marido me esperaba sentado en la mesa, me pregunté cómo a veces me dejo llevar por cosas irrelevantes y, embargada por una profunda ternura, recité en silencio unos versos que le escribí a mi madre:
Hay una estrella en mi cielo
de luz invariable y perfecta
que en mis noches aciagas
la oscuridad destierra.
Claridad que atenúa
errores, miedos y penas.
Día del alma que guía mi rumbo
a su inalcanzable meta.
Y en su cálido latido,
y en su luminosa estela
mi cielo ya no es oscuro
y mi tierra ya no es gélida.
Hay una estrella
siempre ahí,
invariable y perfecta.
Siempre existirá una verdad parcial en nuestros actos, pues no nos podemos sustraer a al interpretación de lo observado, como tampoco podemos romper el vínculo indisoluble con nuestra memoria y la memoria del tiempo que nos ha tocado vivir. La interacción entre las expectativas nuestras como observadores el significado del acto humano observado es indisoluble en cada instante de nuestra vida. Incluso en este relato veraz que ahora finalizo, no les quepa duda, hay una segunda interpretación al escribirlo.
Pero, independientemente de las reflexiones sobre mi actuación que he querido desmenuzar y de las estrategias que haya utilizado en este caso para subsanar algunas carencias, sé que todos no tenemos la misma capacidad de cariño y aunque, con la edad, he aprendido a aceptar mis limitaciones, he de reconocer que en el fondo me gustaría tener un ápice de esa capacidad para amar que tenía mi madre.
C. Guillén
Por lo tanto el primero de los elementos es reconocer en cada consulta es aceptar nuestras propias emociones. Ya que, si somos capaces de reconocer nuestras propias emociones y, mediante un ejercicio de autocontrol emocional, evitamos las respuestas de inadecuadas al contexto, emociones de enojo, desapego, frialdad, huida…, podremos establecer una comunicación centrada en el paciente y sus necesidades, a partir de la cual elaborar respuestas eficaces desde un punto de vista de una atención integral, tratado enfermos no enfermedades. Existen afrontamientos emocionales para evitar situaciones de estrés laboral que no tienen que ver con el contexto clínico y como son la huida, el desapego o la racionalización que pueden dar una respuesta inadecuada.
Reconocer que la influencia de nuestro estado emocional en las consulta es relevante y que mientras nuestro pensamiento se verbaliza , nuestro sentimiento se expresa y los demás el paciente y su entorno los perciben con respuestas físicas, comportamientos cinéticos, conductas táctiles o proxémica. La balanza entre los dos componentes, racional y emocional (modelo emotivo-racional, F. Borrell) modulan constantemente nuestras actuaciones y conductas y en muchas ocasiones predomina las cuestiones emocionales entorpeciendo la relación idónea.
Que bien se explica lo que es propio de uno, si se tiene la agudeza que tu tienes. Me ha encantado.